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La esperanza, una nueva vida |
Del santo Evangelio según san Lucas 21, 25-28. 34-36
En aquel
tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «Habrá señales en el
sol, en la luna y en las estrellas; y en
la tierra la angustia se apoderará de los pueblos, asustados
por el estruendo del mar y de sus olas. Los
hombres se morirán de miedo, al ver esa conmoción del
universo; pues las fuerzas del cielo se estremecerán violentamente. Entonces
verán al Hijo del hombre venir en una nube con
gran poder y gloria. Cuando empiecen a suceder estas cosas,
cobren ánimo y levanten la cabeza, porque se acerca su
liberación. Procuren que sus corazones no se entorpezcan por el
exceso de comida, por las borracheras y las preocupaciones de
la vida, porque entonces ese día caerá de improviso sobre
ustedes. Ese día será como una trampa en la que
caerán atrapados todos los habitantes de la tierra. Estén atentos,
pues, y oren en todo tiempo, para que se libren
de todo lo que vendrá y puedan presentarse sin temor
ante el Hijo del hombre».
Oración introductoria: Señor, creo y espero en
Ti, te amo. Creo en el valor que tiene mi
lucha y mi sacrifico si está unido al tuyo. Que
esta meditación me dé la gracia de saber aceptar con
prontitud las inspiraciones de tu Espíritu para poder llegar al
cielo cuando me llegue mi tiempo
Petición: Dame la sabiduría para
poder amar y seguir tu voluntad, así como el don
del entendimiento para comprender con profundidad las verdades de mi
fe.
Meditación del Papa: Los textos litúrgicos de este periodo de Adviento
nos renuevan la invitación a vivir a la espera de
Jesús, a no dejar de esperar su venida, de tal
modo que nos mantengamos en una actitud de apertura y
disponibilidad al encuentro con Él. La vigilancia del corazón, que
el cristiano está llamado a ejercer siempre, en la vida
de todos los días, caracteriza en concreto este tiempo en
el que nos preparamos con alegría al misterio de Navidad.
El ambiente exterior propone los habituales mensajes de tipo comercial,
aunque quizá en tono menor a causa de la crisis
económica. El cristiano está invitado a vivir el Adviento sin
dejarnos distraer por las luces, pero sabiendo dar el justo
valor a las cosas, para fijar la mirada interior en
Cristo. Si de hecho perseveramos "vigilantes en la oración y
exultantes en la alabanza", nuestros ojos serán capaces de reconocer
en Él a la verdadera luz del mundo, que viene
a iluminar nuestras tinieblas. Benedicto XVI, 11 de diciembre de
2011.
Reflexión: El Evangelio de hace dos semanas nos hablaba del fin
de mundo. Y hoy Lucas parece que nos vuelve a
presentar la misma temática… Pero no. Cristo no viene a
hablarnos de otro fin del mundo. Más bien nos abre
las puertas a la esperanza. Hoy iniciamos el período del adviento
y, con el adviento, comenzamos también otro año litúrgico. Todo
inicio trae siempre a nuestro corazón una nueva esperanza. Pero
no sólo. Adviento es también el tiempo de la "espera"
por antonomasia: la espera del Mesías, del nacimiento de Cristo
en la navidad. Éste es uno de los mensajes más
fuertes de este período: la esperanza de tiempos mejores. Es
éste uno de los anhelos más profundos del espíritu humano. El
profeta Jeremías nos habla así en la primera lectura: "Mirad
que llegan días -oráculo del Señor- en que cumpliré la
promesa que hice a la casa de Israel: suscitaré un
vástago legítimo, que hará justicia y derecho en la tierra.
En aquellos días se salvará Jerusalén y sus hijos vivirán
en paz". ¿Qué mejor noticia que ésta podía recibir un
pueblo desolado, después de la destrucción de Jerusalén y la
deportación a Babilonia? Esperaban al Mesías, que traería la paz,
la justicia, el derecho, la salvación. Y el Evangelio se coloca
en esta misma perspectiva: "Entonces verán al Hijo del hombre
venir en una nube, con gran poder y majestad. Cuando
empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca
vuestra liberación". Es verdad que el lenguaje que usa nuestro
Señor es el apocalíptico. Pero está enmarcado en un contexto
de esperanza y de salvación. Cristo habla de su retorno
glorioso al final de los tiempos, sí; pero la esperanza
es también para el "hoy" de nuestra vida presente. El dramaturgo
irlandés Samuel Beckett, en su obra llamada "Esperando a Godot",
presenta en escena a dos hombres que se pasan la
vida esperando a un tal Godot, que nunca llega. Pero
ellos siguen allí, a la espera. La capacidad del hombre
de volver a esperar, después de muchos fracasos e intentos
fallidos, es un don del cielo. Es esto lo que
nos permite seguir viviendo. El refrán popular nos enseña con
gran sabiduría que "la esperanza es lo último que se
pierde". El filósofo griego Tales de Mileto ya lo había
intuido seis siglos antes de Cristo: "la esperanza -decía- es
el único bien común dado a todos los hombres; los
que todo lo han perdido aún la poseen". Y cuando
ésta llega a faltar, ese día nos morimos realmente. Por
eso existen tantos hombres hoy en día que son como
cadáveres ambulantes: porque han perdido la esperanza. La esperanza es una
necesidad vital en el ser humano. Es como el oxígeno
o el pan de cada día. Es más, me atrevería
a decir que el hombre, en su realidad existencial más
profunda, no es sino capacidad de esperar, de proyectarse hacia
el futuro, de "trascenderse". ¡Vivir es esperar! El filósofo francés
Gabriel Marcel, en su obra "Homo viator", afirma que la
esperanza es una de las valencias más profundas del ser
humano; va con nuestra condición ontológica de hombres mortales, de
"viajeros", de peregrinos de este mundo temporal y pasajero. Y es
que la esperanza tiene un sabor a novedad. Y a
todos nos atrae lo novedoso o lo que tiene aspecto
de nuevo. Somos como niños. Pero el niño es un
prodigio de la naturaleza porque, en su sencillez y en
su candor natural, revela lo más profundo del espíritu humano.
Cuando nos falta esa admiración, ese gusto por la novedad,
-sin caer tampoco en la banalidad de buscar lo nuevo
por lo nuevo, propio de espíritus superficiales y vacíos- es
que hemos dejado de sentir el encanto, la belleza y
el atractivo de la vida, hemos dejado de “ser niños”
para convertirnos en seres avejentados y sin ilusiones, marchitos y
destrozados por dentro. Y todos en la vida tenemos horas oscuras,
tristes y amargas, en las que vemos todo negro. La
esperanza no es un fácil idealismo o el sueño utópico
de personas románticas que ven todo de color de rosa.
Para esperar se necesita mucha fortaleza, mucho valor y un
gran temple porque el que espera es dueño de sí
mismo, a pesar de todas las dificultades; y, sobre todo,
pone en manos de Dios el timón de la propia
existencia. Y eso no es como jugar a las escondidas. Pero
no olvidemos –como dice la canción sevillana- que "por más
oscura que sea la noche, siempre amanece, siempre amanece; en
el rosal mueren las rosas, pero florecen, florecen". ¡Cuánta sabiduría
en estas palabras! Así pues, si esperar es vivir, tratemos
de decir también nosotros, sobre todo en esos momentos duros
y difíciles de la vida, en las horas de tempestad,
de soledad y de aparente fracaso: "¡Quiero esperar! ¡Quiero aprender
a esperar! ¡Señor, enséñame a esperar!", y entonces recuperaremos el
aliento y la fuerza para seguir adelante. El adviento, el
tiempo de la espera mesiánica, nos da esta enseñanza, alimenta
en nuestra alma la esperanza cristiana.
Propósito: ¡Atrevámonos a esperar y
pidámosle a nuestro Señor esta gracia, y nuestro espíritu rejuvenecerá!
Diálogo
con Cristo: Jesús, Tú me enseñas que quien tiene esperanza vive
de manera distinta, porque no hay sombra, por más grande
que sea, que pueda oscurecer la luz de tu amor.
Ayúdame a confiar cuando se presente la angustia o la
tristeza. Dame la fuerza para realizar la misión que has
querido encomendarme y que mi testimonio propague esta esperanza cristiana
en mi familia y en mi medio ambiente.
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¡Señor, enséñame a esperar! y entonces recuperaré el aliento y la fuerza para seguir adelante.
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