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La grandeza de los pequeños |
Del santo Evangelio según san Marcos 9, 30-37
Y saliendo de
allí, iban caminando por Galilea; él no quería que se
supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: «El
Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres;
le matarán y a los tres días de haber muerto
resucitará.» Pero ellos no entendían lo que les decía y
temían preguntarle. Llegaron a Cafarnaúm, y una vez en casa,
les preguntaba: «¿De qué discutíais por el camino?» Ellos
callaron, pues por el camino habían discutido entre sí quién
era el mayor. Entonces se sentó, llamó a los Doce,
y les dijo: «Si uno quiere ser el primero, sea
el último de todos y el servidor de todos.» Y
tomando un niño, le puso en medio de ellos, le
estrechó entre sus brazos y les dijo: «El que reciba
a un niño como éste en mi nombre, a mí
me recibe; y el que me reciba a mí, no
me recibe a mí sino a Aquel que me ha
enviado.»
Oración introductoria: Señor, vengo abrirte mi corazón porque, aunque te
he fallado, confío en tu misericordia y creo en
tu infinito amor. No quiero tener nunca miedo de acercarme
a Ti, porque sólo en Ti podré encontrar la respuesta
a los interrogantes de mi vida.
Petición: Señor, permite que sepa
imitar tu ejemplo de paciencia, donación y servicio a los
demás.
Meditación del Papa: Respecto a la "victoria" entendida en términos
triunfalistas, Cristo nos sugiere un camino bien diverso, que no
pasa a través del poder y la potencia. De hecho,
afirma: "Si uno quiere ser el primero, que sea el
último de todos y el siervo de todos". Cristo habla
de una victoria a través del amor que sufre, a
través del servicio recíproco, la ayuda, la nueva esperanza y
el concreto consuelo dado a los últimos, a los olvidados,
a los rechazados. Para todos los cristianos, la más alta
expresión de tan humilde servicio es Jesucristo mismo, el don
total que hace de Sí mismo, la victoria de su
amor sobre la muerte, en la cruz, que resplandece en
la luz de la mañana de Pascua. Nosotros podemos tomar
parte en esta "victoria" transformadora si nos dejamos transformar por
Dios, sólo si realizamos una conversión de nuestra vida y
la transformación se realiza en forma de conversión. Benedicto XVI,
18 de enero de 2012.
Reflexión: Amigo lector, déjame hacerte hoy una
confidencia personal. ¿Sabes? A mí me encantan los niños y
disfruto mucho estando y conversando con ellos. Tal vez también
a ti te suceda algo igual. Y la razón es
muy simple: porque nos fascina su sencillez, su inocencia, su
bondad natural, la transparencia de su alma, su pureza y
su candor. Casi todos los niños son así. Aunque algunos
sean un poco más pícaros, poseen un alma noble y
son muy sensibles ante lo grande y lo bello. Te
podría contar muchas experiencias, y seguramente también tú tendrás muchas
de ellas. Si quisieras contarme alguna, me encantaría que me
escribieras a mi dirección de internet para compartirla conmigo. Mira,
yo te quiero contar hoy una historia para que veas
la grandeza de la fe, la inocencia y el candor
de los pequeños. Es un hecho real, por supuesto. Sucedió hace
algunos años en unas misiones del Africa. Dejemos a la
misionera que nos lo cuente personalmente. Una noche yo había
trabajado mucho ayudando a una madre en su parto. Pero,
a pesar de todo lo que hicimos, murió la madre
dejándonos un bebé prematuro y una hija de dos años.
Nos iba a resultar difícil mantener el bebé con vida
porque no teníamos incubadora -¡no había electricidad para hacerla funcionar!-,
ni facilidades especiales para alimentarlo. Aunque vivíamos en el Ecuador
africano, las noches frecuentemente eran frías y con vientos traicioneros.
Una estudiante de partera fue a buscar una cuna
que teníamos para tales bebés, y la manta de lana
con la que lo arroparíamos. Otra fue a llenar la
bolsa de agua caliente. Volvió enseguida diciéndome irritada que, al
llenar la bolsa, había reventado. La goma se deteriora fácilmente
en el clima tropical. -"¡Era la última bolsa que nos
quedaba! -exclamó-; y no hay farmacias en los senderos del
bosque". -"Muy bien -dije-; pongan al bebé lo más cerca posible
del fuego y duerman entre él y el viento para
protegerlo. Su trabajo es mantener al bebé abrigado". Al mediodía siguiente,
como hago muchas veces, fui a orar con los niños
del orfanato que se querían reunir conmigo. Les sugerí a
los niños varias intenciones para su oración y les hablé
del bebé prematuro. Les conté el problema que teníamos para
mantenerlo abrigado, pues se había roto la bolsa de agua
caliente y el bebé se podía morir fácilmente si cogía
frío. También les dije que su hermanita de dos años
estaba llorando porque su mamá había muerto. Durante el tiempo
de oración, Ruth, una niña de 10 años, oró con
la acostumbrada seguridad consciente de los niños africanos: –"Por favor,
Dios –oró– mándanos una bolsa de agua caliente. Mañana
no servirá porque el bebé ya estará muerto. Por eso,
Dios, mándala esta tarde". Mientras yo contenía el aliento por
la audacia de su oración, la niña agregó: –"Y mientras
te encargas de ello, ¿podrías mandar una muñeca para la
pequeña, y así pueda ver que tú la amas realmente?" Con
frecuencia las oraciones de los chicos me ponen en evidencia.
¿Podría decir honestamente "Amén" a esa oración? No creía
que Dios pudiese hacerlo. Sí, claro, sé que Él puede
hacer cualquier cosa. Pero hay límites, ¿no? Y yo tenía
algunos grandes "peros". La única forma en la que Dios
podía responder a esta oración en particular, era enviándome un
paquete de mi tierra natal. Había ya estado en Africa
casi cuatro años y nunca jamás recibí un paquete de
mi casa. De todas maneras, si alguien llegara a mandar
alguno, ¿quién iba a poner una bolsa de agua caliente? A
media tarde, cuando estaba enseñando en la escuela de enfermeras,
me avisaron que había llegado un auto a la puerta
de mi casa. Cuando llegué, el auto ya se había
ido, pero en la puerta había un enorme paquete de
once kilos. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Por
supuesto, no iba a abrir el paquete yo sola. Así
que invité a los chicos del orfanato a que juntos
lo abriéramos. La emoción iba en aumento. Treinta o cuarenta
pares de ojos estaban enfocados en la gran caja. Había
vendas para los pacientes del leprosario. Luego saqué una caja
con pasas de uvas variadas. Eso serviría para hacer una
buena horneada de panecitos el fin de semana. Volví a
meter la mano y sentí... ¿sería posible? La agarré y
la saqué... ¡Sí, era una bolsa de agua caliente nueva! Lloré...
Yo no le había pedido a Dios que mandase una
bolsa de agua caliente, ni siquiera creía que Él podía
hacerlo. Ruth estaba sentada en la primera fila, y se
abalanzó gritando: –"¡Si Dios mandó la bolsa, también tuvo que
mandar la muñeca!". Escarbé el fondo de la caja y
saqué una hermosa muñequita. A Ruth le brillaban los ojos.
Ella nunca había dudado. Me miró y dijo: –"¿Puedo ir
contigo a entregarle la muñeca a la niñita para que
sepa que Dios la ama en verdad?” Ese paquete había
estado en camino por cinco meses. La había preparado mi
antigua profesora de religión, quien había escuchado y obedecido la
voz de Dios mucho antes de que sucedieran las cosas,
y fue Él quien la impulsó a mandarme la bolsa
de agua caliente, a pesar de estar yo en el
Ecuador africano. Y una de las niñas había puesto una
muñequita para alguna niñita africana cinco meses antes, en respuesta
a la oración llena de fe de una niña de
diez años que la había pedido para esa misma tarde». ¿Ves
qué grande y qué hermosa es la fe y la
sencillez de los niños? Nosotros, los adultos, ¿tenemos una fe
igual que la de ellos? Por eso, nuestro Señor nos
dijo en el Evangelio que “si no nos hacemos como
niños, no entraremos en el Reino de los cielos”. Y
también: “El que acoge a un niño como éste en
mi nombre, me acoge a mí; y el que me
acoge a mí, acoge al Padre que me ha enviado”.
¡Ojalá que nosotros no nos avergoncemos de ser un poco
como ellos!
Propósito: Tener una atención, un acto de servicio, o
al menos una sonrisa, con la persona que más me
cuesta «soportar», con la sencillez de un niño.
Diálogo con Cristo:
Jesús, qué testimonio de paciencia y comprensión ante la debilidad.
En vez de valorar el plan de salvación que me
propones, me distraigo en lo pasajero, en la tentación del
poder, del tener o del aparecer, cuando mi único afán
debe ser entregarme con la confianza y docilidad de un
niño a mi misión, como discípulo y misionero de tu
amor. Te ofrezco éste y todos mis días. Tómame Señor,
como tu servidor. Cuenta conmigo.
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¡Que grande y que hermosa es la fe y la sencillez de los niños.
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