jueves, 30 de agosto de 2012

Lecturas del Día Jueves, agosto 30, 2012

Primera Lectura:
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los corintios (10,17-11, 2)
Hermanos: Si alguno quiere enorgullecerse, que se enorgullezca del Señor, porque el hombre digno de aprobación no es aquel que se alaba a sí mismo, sino aquel a quien el Señor alaba. Ojalá soportaran ustedes que les dijera unas cuantas cosas sin sentido. Sopórtenmelas, pues estoy celoso de ustedes con celos de Dios, ya que los he desposado con un solo marido y los he entregado a Cristo como si fueran ustedes una virgen pura.

Salmo Responsorial:
Salmo 148
Que alaben al Señor todos sus fieles.
Alaben al Señor en las alturas, alábenlo en el cielo; que alaben al Señor todos sus ángeles, celestiales ejércitos.
Reyes y pueblos todos de la tierra, gobernantes y jueces de este mundo; hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, alaben al Señor y denle culto.
Que alaben al Señor todos sus fieles, los hijos de Israel, el pueblo que ha gozado siempre de familiaridad con Él.

Evangelio:
Lectura del santo Evangelio según san Marcos (13, 14-46)
En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: "El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo.
El que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va y vende cuanto tiene y compra aquel campo.
El Reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una perla muy valiosa, va y vende cuanto tiene y la compra".

1 comentario:

  1. La recomendación que nos ofrece el Señor Jesús en estas parábolas cobra sentido en la existencia cristiana del apóstol san Pablo. Mientras que el relato parabólico presenta a un hombre que descubre inesperadamente un tesoro, arriesgando e hipotecando todos sus bienes para conseguirlo; el texto de la carta a los corintios nos comparte la argumentación precisa que destaca la verdadera grandeza del apóstol. Lo que el Señor Jesús recomendó, el apóstol lo asumió. No tenía otro orgullo ni otro motivo del cual ufanarse que de su total y absoluta dependencia del Señor. Ni su habilidad argumentativa, ni su preparación académica, ni su destreza retórica eran su fortaleza. Todo eso lo utilizaba hábilmente al servicio del Evangelio. Sin embargo, su verdadera confianza estaba puesta en la fuerza y el nombre del Señor Jesús muerto y resucitado.

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